Al despropósito sembrar el delito
de aferrarse al fuego
en la grieta subterránea
del martillo a la espera.
Un golpe a la vez,
un frío entierro día a día
después de cercenar las ansias,
de tomar la espera en los dedos,
y oírse bajo las sábanas
los placeres suicidados,
los materiales
que ocupan en favor
del abrazo a la destrucción.
Lo mínimo en sus matices de entierro:
no somos lo que salta
cuando apenas nos vemos
en la neblina de una revolución
enmohecida en el entrepiso
del intento a fallar,
del viejo manicomio cerrado
donde alguna vez
hubo gestos sin cuerpo,
y vimos bajo nuestras pieles
cortes en los huesos.
Marcas propias de una esencia
que no era nuestras pero era más de lo nos correspondía;
mellado en los pasos,
vicios sosteniendo días,
acciones cayendo de las manos
antes de ser lo debido,
antes de refugiarse en los platos,
en las tazas,
en las llamadas a kilómetros,
en los viajes sin angustia,
en las modas destruidas,
en los silbidos a los gorriones,
y en las piedras enajenadas al mar.
¡Un grito desmesurado de intercambio!
Como despellejando la nada
debieron aflorar en la inconsciencia,
odiar donde nos odiaran,
en la intemperie,
en los vertederos de ratas,
en el amanecer frente al indicio
de encontrar cartas dentro
de la descomposición,
algo muy diferente a la apatía
de olvidarnos mientras aún vemos
sus ojos pero en los de otros;
uno hora cada vez en un poco más,
una hora a la vez desde un poco nada más,
una hora en la hora les debió decir algo más;
pero no en ello, no por amor,,
de ello no se puede como les dijeron:
arrancar la vida,
volarle la cabeza a la felicidad,
besarle la túnica al ser más indigno,
sin embargo, lo sabían,
lo bien que se debía sentir
aún con el honor
del consejo de cabecera,
de la voz turbia,
del silencio de muerte
que creyeron perfilando el fin verdadero,
pero solo el atisbo de un maldición,
el recuerdo interminable
recordando a cada vuelta
en los mismos términos cíclicos:
la hoja cayendo al cuello,
el aire resistiendo el impacto,
la sien apuntando
libremente al cañón.